el retablo nocturno de la duermevela

Le gustaba la idea de irse a dormir. El ritual de asearse ya en pijama, entornando puertas mientras entraba en penumbra. La cama recién abierta, dejar que el frescor de las sábanas le recibiese desde los pies. Relajar el cuerpo de abajo arriba hasta encontrar la primera postura, casi improvisada, justo antes de apagar la última luz. Cerrar los ojos y dejar entonces deslizar las imágenes de su mente. Fluir. Inspirar lenta y hondamente mientras estiraba suavemente sus miembros. Revolverse con perezosa destreza buscando el frescor de la almohada y de los entresijos de zonas no conocidas de la cama.

Caer paulatinamente en el sueño era el mayor placer que podía imaginar. Tanto era así que en muchas ocasiones se sorprendía a sí mismo aún con los ojos abiertos rememorando esos momentos de serenidad al final de cada día. Esto comenzó a ser una obsesión.

En los momentos previos al verdadero sueño J* podía abrir con libertad la caja de Pandora de su mente. Imaginaba situaciones concretas, escenas que gustaba de recuperar en el mismo punto como si de un teatro etéreo se tratase. Recreaba acciones, escenas, diálogos de personajes. Muchas veces quedaba dormido en mitad de una representación pero también podía suceder que surgiesen nuevas ramificaciones, nuevas situaciones o que de repente quisiera imaginar algo nuevo.

Aquéllo era, sin duda, mejor que representar al personaje que debía ser durante el día. Allí podía ser él mismo.

De modo imperceptible aprendió a recrearse en algunas escenas aprovechando los entresijos de la vida diaria y encontró que eran una evasión eficaz. Todo se desarrollaba con tranquilidad hasta que un buen día se percató de que algo extraño sucedía: conocía a alguien, aunque fuese en la distancia, que le sugería algo e incorporaba el físico como encarnación de algún personaje en su particular retablo nocturno de la duermevela.

Cuando descubría a alguien que, por lo que fuese, resultara interesante, atractiva, la incorporaba de inmediato y la utilizaba en una ensoñación. Una vez sucedía ésto J* podía usar la misma ensoñación o incluso buscar diversas variantes durante varios días consecutivos y, mientras acontecía ésto, se encontraba a sí mismo observando con ojos diferentes a quien le interesaba. Ella lo notaba. Lo notaba y no parecía gustarle. Algo en la mirada de J* resultaba perturbador.

Aunque él trataba siempre de que su comportamiento fuesen normales era claro que disfrutaba en silencio observando cómo vestían ese día, cómo se movían, sus gestos en las tareas más habituales en el trabajo. Todo esto completaba al personaje que debía encarnar.

J* nunca llegó a obsesionarse con nadie. Al cabo de un tiempo encontraba poco estimulante al mismo modelo y se abría entonces un periodo de sequía que coincidía con la época de mayor agitación en el trabajo. Por otro lado, J* podía relajarse sin necesidad de ensoñaciones truculentas. Era habitual en él encontrar solaz en imaginarse a sí mismo como un viejo barbudo viviendo junto a un perro pastor en un chalet situado en lo alto de una colina y suficientemente alejado del pueblo como para verse a sí mismo como un solitario viejo de la Montaña que dedicaba la mayor parte de su tiempo a su nutrida biblioteca al abrigo de la chimenea.

Sin embargo, lo que más gustaba a J* era recrear el enamoramiento. Podía sentir las emociones en oleadas que nos invaden cuando nos enamoramos como si estuviera sucediendo en la vida real. Escuchaba los diálogos con atención: a sí mismo y a su pareja enlazando palabras endulzadas.

Poco a poco las situaciones que imaginaba estando en duermevela fueron teniendo sentido como una extensión de su vida en vigilia. Allí estaba más confortable simplemente porque controlaba la situación más que en la vida real.

J* daba continuación a muchas situaciones de trabajo en sus ensoñaciones. Necesitaba tiempo para resolver ciertas situaciones y así encontraba productivo conversar consigo mismo sobre los asuntos más urgentes que le preocupaban en el día a día. Lo solía hacer en el coche, camino de casa. Había muchas pequeñas preocupaciones diarias que resolvía consigo mismo, en voz alta. Situaciones que se prestaban a una ensoñación.

Ahí dialogaba con otros personajes y se dormía en medio de las discusiones. En los sucesivos días las distintas situaciones iban resolviéndose o quedaban olvidadas de modo que poco a poco J* no encontró diferencia entre la realidad física y lo que se representaba esa noche en el retablo de la vigilia. Él se comportaba del mismo modo; pensaba del mismo modo. Descubrió que era él mismo siempre. También se percató de que sus personajes se comportaban igual en ambos escenarios. Sólo cuando ensoñaba con enamoramientos las cosas diferían y el retablo nocturno era solaz para su espíritu.

Del mismo modo que dejaba venir al sueño mientras estaba en duermevela, J* sentía que en la llamada "vida real" estaba representando ser quien no era, o al menos quien no era en parte. Pero también encontró que posiblemente quienes le rodeaban representaban, de modo que esa vida real que se desenvolvía día a día como una madeja infinita resultaba tan falsa o tan real como lo sucedido en su imaginación.

Este descubrimiento resultó liberador. Nada era inamovible. Todo podía acontecerle porque había descubierto que uno mismo puede conquistar su propio futuro si tiene la sensibilidad de saber inventárselo... pero también que la vida discurre como una obra de teatro, o como un sueño.

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