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The Da Vinci Code en la edición especial ilustrada de Bantam Press, 2004
Ya he leído, por fín, el dichoso Código Da Vinci.

Desde luego es entretenido. Es la típica lectura que te atrapa. Tiene un ritmo trepidante (los personajes no paran ni para comer ni para dormir aunque en las escenas en el jet privado cuando vuelan de París a Londres se les dé algo más de tranquilidad).

Como novela para estar entretenido está bien. Nada más.

He leído -como todos, supongo- muchas de éstas. Recuerdo El Ocho, de Katherine Neville, por ejemplo; o Los Pilares de la Tierra, de Ken Follet. Sin embargo El Código Da Vinci llega a uno con un áurea de "veracidad histórica" que llama mucho la atención. Lamentablemente, tras esa bien vendida imagen de veracidad científica uno se encuentra un bestseller más.

He leído por ahí alguna crítica que analiza algunos hechos de la novela para desmontarlos, como por ejemplo el que la Madonna de las Rocas es una tabla, no un lienzo, por lo que la protagonista no podría "doblarla" con la rodilla casi hasta romperla. Pienso que si estudiásemos con rigor los puntos claves del montaje que hace Dan Brown encontraríamos incongruencias y ahistoricismos casi a cada paso.

Especialmente bobo por lo simple es la idea de que la historia humana ha resultado ser tan sangrienta, injusta y desastrosa como resultado del dominio de lo masculino sobre lo femenino. Sugiero leer a Robert Graves en La Diosa Blanca, Los Mitos Griegos o Rey Jesús para seguir el hilo a lo femenino en el Mundo Antiguo.

Lo he leído intensamente hasta la mitad y un tanto aburrido de ahí al final. Siempre pienso que tras leer un libro a uno le queda algo particular en el recuerdo; es algo muy específico -un pensamiento o una imagen- y nos dice qué es lo que creemos la obra nos ha aportado a nosotros. De éste a mí me queda la sensación de vacío. Y lo que mejor ilustra la decepción que me ha producido este libro es una obviedad: lo arquetípico de los personajes.

Cuando leí, hace no mucho, Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel Delibes, me impresionó la fineza con la que el autor retrata la personalidad de todos sus personajes. Su capacidad para dibujar con trazo finísimo la personalidad de los principales, pero también la habilidad de impresionar con apenas algunos trazos la de personajes secundarios que van apareciendo a lo largo del libro.



Aquí, al igual que en cualquier bestseller, encontramos arquetipos: el profesor universitario amable e inteligente; la policía de hermosura hermética y no menos aguda inteligencia; el policía rudo y el policía hábil; el asesino salido del mismo infierno; el no tan inteligente gestor del mal y el malvado inteligente.

En cuanto a las sectas, por muy ilustres que algunos de sus miembros sean o hayan sido, siempre me queda insatisfecha la pregunta de hasta qué punto son relevantes en el desarrollo de acontecimientos históricos o corrientes de pensamiento, y hasta qué punto no son más que entretenimiento de algunos ilustrados de cómoda vida material que parecen necesitar de conjuras para dar sentido a la vida.

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